viernes, 12 de febrero de 2016

EL GERIÁTRICO, DONDE LOS SENTIMIENTOS SE EVAPORAN… (I)



 Mi vida y sus infiernos…

 Yo necesitaba trabajar…había mucho trabajo en geriátricos, pero al principio me incliné por los cuidados domiciliares de pacientes. Era una tarea ingrata teniendo en cuenta que uno sabía que cuando se moría, uno tenía que volver a a  esos dadores, explotadores, de trabajo a domicilio, tipo MANPOWER.  A  la empresa solo le  interesaba el negocio, que fuera bien redondo,  ya que se quedaba con la mayor tajada de lo  que pagaba la familia del asistido o en su defecto, la Seguridad Social. Por supuesto que a empresa le importaba tener postulantes, no se averiguaba sus antecedentes, podía ser un asesino serial o un  cleptómano.

 Mi primer paciente fue  un hombre que padecía  el MAL DE PARKINSON, trastorno neurológico  que se da principalmente en personas de avanzada edad, y se  caracteriza por una  lentitud en  los movimientos voluntarios, debilidad y rigidez muscular y temblor rítmico de los miembros.
Yo iba solamente por  cuatro horas en horario vespertino  de domingo a jueves.
A  mi paciente lo liberaba de su silla de ruedas y lo  ayudaba a caminar por el  amplio  salón de su casa para que pudiera   desentumecer sus débiles piernas, 
Le trataba de dar  ánimo. Por momentos me daba la sensación que me entendía.
A las siete de la tarde le daba la cena y dos  veces por semana lo bañaba.
El Hombre del Parkinson, en sus años útiles, había sido un excelente carpintero. Ganaba muy bien y así fue como se construyó la mansión que habitaba en una de las zonas más caras de Tel Aviv. 
El Hombre del Parkinson  tenía lindas facciones. En cambio su esposa era una petaca  de mal carácter que maltrataba a su marido, como si su intención fuera que se  muriera  pronto. Quizá  se estaba vengando de algún acto de infidelidad  que ella no   podía olvidar.
 El Hombre del Parkinson estaba feliz conmigo.   Él me esperaba ansioso, se le  notaba en sus ojos cuando me veía llegar.       
Un día le tuve que parar el carro a La Petaca  porque empezó a exigirme  cosas que no estaban incluidas en mi función específica, sacar la ropa del lavarropa y conlgarla.
 LE TOMÉ MÁS BRONCA CUANDO SUPE QUE ERA RUMANA. Ya me tenían harto, los propios y ajenos. Se me habían amontonado en mi vida y no sabía cómo sacármelos de encima.

EN ESA CASA  VIVÍA    UN HIJO SOLTERÓN, gran consumidor de bebidas colas.  Esto justificaba el tamaño de su panza. Había estudiado de todo y recibido de nada. Cuando lo conocí  practicaba la holgazanería.
El día que le dije al  Hombre del Parkinson  que no lo  iba a seguir atendiendo se puso a llorar. La noticia lo había agarrado en un momento de plena  lucidez.
 Lo que ganaba no me alcanzaba para nada. Mientras atendía a él, me anoté en otra empresa como para tener la mañana ocupada.

Me dieron para atender a un enfermo de  Alzheimer en fase terminal . Esta  enfermedad produce  una  atrofia cerebral difusa, asociada generalmente con demencia, que se presenta de ordinario en la edad senil.
Me era duro verlo sufrir ¡Qué gran solución fue para él la muerte!      
Vaya suerte la mía: también esta familia era   rumana.
La  esposa del enfermo era  una reliquia de maldad. Me trataba como si yo fuera culpable que su esposo se estuviera muriendo.  
Una   nuera  cada vez que lo venía a visitar   me elogiaba  de lo bien que yo  lo atendía. Más de una vez me preguntó cómo hacía para soportar a la arpía de su suegra.
A mi paciente alcancé atenderlo un mes y medio. Y partió. 
-----------
JAMES PARKINSON.  Médico clínico, sociólogo, botánico, geólogo, y paleontólogo británico (n. 1755). En  1817  describió  la enfermedad que  lleva su nombre.
Aloysius Alzheimer.  Psiquiatra y neurólogo alemán (n. 1864).  Identificó por primera vez los síntomas de la enfermedad  en una paciente que trató en 1901.
--------------------
  ME FUI ACOSTUMBRANDO A ESE MUNDO INHÓSPITO
Yo sabía que los  geriátricos siempre estaban necesitados de  personal. No era una tarea fácil, la paga era mezquina y el recambio de personal permanente. La ventaja que  no había que estar  pendiente de la vida de un  paciente, para poder cobrar el sueldo. En un diario pesqué  el  aviso de un BEIT ABOT, que  hacía un mes que se había inaugurado.  Llamé por teléfono y la persona que me atendió me dijo que me presentara al día siguiente. Me dio la dirección. Desde Bat Yam, donde yo residía   tenía unos cuarenta y cinco minutos  de ida. 
EL GERIÁTRICO  se hacía cargo de   la seguridad social  del trabajador y le pagaba el ochenta  por  ciento del precio mensual del  boleto del colectivo y nada más. 
Para tener un salario medianamente  aceptable había que  meter horas extras a lo pavote. 

A mí se me asignó el segundo piso donde estaban los pacientes que eran  lúcidos   pero   imposibilitados de caminar.  Los movilizábamos  en sus sillas de ruedas.        

EL  GERIÁTRICO LA HUMILLACIÓN, era un edificio de tres pisos.  Estaba ubicado en el corazón de una  comunidad religiosa   En cada habitación había más camas de  las permitidas por el Ministerio de Salud. El dueño  sabía cómo infringir las leyes.
En cada piso había  una pequeña cocina donde se preparaba  el té, el café con leche y los jugos. Y en la heladera se guardaban  las gelatinas  que se servían a media mañana y después de   la siesta.

LOS ASISTENTES DEBÍAMOS  LAVAR  LAS VAJILLAS. Los platos, las tazas, los vasos  y  los cubiertos estaban  separados entre aquellos que eran utilizados para los alimentos   lácteos de  los cárnicos.  Se debían  conservar aspectos básicos de la religión judaica.
La cocina donde se elaboraban los alimentos   estaba en el subsuelo. Era moderna, toda de acero inoxidable. La cocinera era una  israelí y sus ayudantes eran jóvenes árabes israelíes, muchos de ellos laburaban para luego ir a los boliches bailables de Tel Aviv.

LOS    ALIMENTOS  ERAN TRANSPORTADOS a los pisos en  unos carros eléctricos utilizando  uno de los dos ascensores  que tenía el edificio. Las ollas térmicas estaban metidas en una fuente de agua caliente para que los comensales recibieran la comida  a una temperatura ideal.
Al principio la comida  tenía  calidad  y cantidad. Después,   no fue ni una cosa ni la otra.    La gente se quedaba con hambre. Los familiares no podían hacer nada para mejorar la situación. La patronal no los escuchaba. Y el único camino que les  quedaba era llevarlos a otro geriátrico.   Había   peores lugares que La Humillación.
 Casi todos los geriátricos tenían sus plazas cubiertas. Cama que se desocupaba había otro cuerpo que se acostaba.

EL DUEÑO DE LA HUMILLACIÓN  era un tipo joven, descendiente de iraquíes. Se hizo rico cuando  se ganó la lotería— el Mifal a Pais.  Su padre, que era maestro mayor de obras,  le construyó el edificio.
No necesité mucho tiempo para darme cuenta que el iraquí era un mal bicho, un falso consagrado. Todas las mañanas rezaba en su oficina. Dejaba la puerta entreabierta para que todos los asistentes viéramos cómo se reconciliaba con Dios, para  que  no lo castigara  por explotar al personal, por mezquinarles la comida a los abuelos  y por mentirles a los familiares  sobre las bondades del lugar.
Cuando se inauguró el geriátrico  tenía    salas  de hidromasajes. A la semana las quitaron  para transformarlas en  dormitorios. Privaba la rentabilidad por sobre el  confort. Hasta se llegó al extremo de convertir    los refugios en habitaciones, cuando debían permanecer desocupados  y acondicionados en caso  de una confrontación bélica.

EL DUEÑO DE LA HUMILLACIÓN  tenía untado  a algunos de  los inspectores del Ministerio de Salud, quienes le avisaban cuando iba a producirse  una inspección.   
Entonces el personal se encargaba  de poner la casa en orden: las camas que estaban demás  las escondíamos en un depósito;  se modificaba la planilla del  personal  aumentando   su número para que se ajustara a lo  exigido por ley. En la lista de los trabajadores figuraban los que habían renunciado y algunos que nunca habían  estado con nosotros.
No sé de dónde sacaban  esos nombres y sus documentos respectivos.  La maniobra tenía un gran parecido a los padrones electorales argentinos.
En el turno matutino éramos  cuatro los asistentes por piso. Dos en cada ala. De tarde podían ser tres, a veces dos; y de noche uno y una  enfermera para todos los pisos.
 Yo cumplía el horario de seis a catorce. En mi grupo había una   israelí y el resto eran filipinos, todos ellos buena gente. A los asiáticos yo les hablaba en inglés.

RAQUEL, mi compañera era descendiente de  sefaradíes.  Era una flaca escopeta: la comían  los  nervios.  Se bajaba dos atados de Time por día.  Había enviudado siendo  muy joven. Su marido  fue  atropellado por un auto cuando cruzaba la calle.
Tenía un hijo  que a  los dieciséis años  ya gozaba de un vasto  prontuario  por gresca y hurto.  Más de una vez en plena madrugada tuvo   que ir a sacarlo de la comisaría. El pibe no  estudiaba y tampoco  trabajaba. La pobre madre le bancaba la vagancia.    
Raquel se había echado un  amante. Era un empleado jerárquico de la empresa  láctea  Tnuva,   propiedad de la CGT.
Un día ella lo despachó   cansada de  garchar en la clandestinidad  y de las falsas promesas que largaría su mujer. 
Raquel era veterana trabajando en geriátricos. Me fue de mucha ayuda.
Todas las mañanas   me esperaba  en la parada del colectivo donde yo descendía para tomar  la combinación  que nos dejaba en la puerta del laburo. 
Fuimos un buen tándem, y  mejores amigos.

EN  LA HUMILLACIÓN no había  estabilidad laboral. Continuamente se renovaban los planteles.  El patrón prefería echar a un determinado número de trabajadores y después volverlos  a tomar y en  caso de despido  no  indemnizarlos.
Pedir un aumento era un imposible. 
En un principio cualquier trabajador podía almorzar. Después se dijo que podían hacerlo aquellos que cumplían doble turno. La comida no siempre alcanzaba: había que conformarse  con las sobras. 
Yo me  podía jactar de ser distinto al resto de los asistentes, si me guiaba por los regalos que me hacían los familiares de la gente que yo atendía. Esto terminó molestando al Encargado del Personal, un tipo delirante, que vivió un tiempo en el Brasil y que terminó con una úlcera sangrante,  quien  un buen día  decidió pasearme por los otros pisos. 

A   los gerontes no los bañábamos todos los días. Con la práctica íbamos seleccionando aquellos que veíamos que apestaban a orina o que se habían cagado hasta la coronilla.  Para trasladarlos hasta las duchas  utilizábamos unas
sillas plásticas.  El asiento era hueco en su  parte central. Y había una bacinilla para que las deposiciones cayeran en su interior  mientras los lavábamos.   
Los asistentes no teníamos una  ropa adecuada para entrar  a  las duchas.  Por más que  yo me cuidaba  salía empapado.   Un hongo me afectó el dedo gordo del pie derecho. Casi pierdo la uña.

A todos los pacientes   les  poníamos  pantalones, lo que nos facilitaba a la hora de tenerlos que movilizar. Sin embargo, había familias religiosas querían que   sus mujeres solamente se  vistieran  con polleras. El problema que había algunas que eran muy gordas y difíciles de sostener.  Más de una  se nos cayeron  al piso. O nos ayudábamos entre nosotros, o se utilizaba una especie de guinche portátil…
 ----------- 
Trabajé en un geriátrico marplatense, y vi como jóvenes criaturas dejaban el laburo, por haberse roto las espaldas, al tener que movilizar a los internos arrastrándolos con sillas comunes..
No había sillas de ruedas…una brutalidad inimaginable, pero real.
------------------------
Yo tenía una buena relación con todos los trabajadores.  Siempre estaba dispuesto a ayudar, especialmente a las chicas árabes israelíes, porque   los varones de su comunidad se aprovechaban de ellas, recargándolas de tareas, mientras ellos se rascaban.
Por supuesto que la patronal los protegía, no supe el motivo.

LAS FILIPINAS venían  a trabajar  a Israel para poder  ayudar a  sus familias. Lo poco que ganaban en el geriátrico era una fortuna en su país.
Muchas de ellas  se enteraban que sus maridos  le habían  dilapidado  todo  en tragos y juergas. 
Sus historias eran parecidas a al  de aquella   prostituta mendocino,   que se fue a Curazao para mejorar la situación económica y su cafiolo, en vez de ahorrar el dinero que ella le enviaba, se lo tiró   en una  joven estrellita de teatro.

Yo tenía muchas amigas   árabes israelíes no solamente se habían encariñado conmigo sino que me contaban sus cuitas. Una de ellas, estudiante de Sociología en la universidad de Tel Aviv, antes que yo  me fuera del geriátrico  me regaló un libro del escritor de origen húngaro  Efraím Kishón, (n. 1928.)

LA RESPONSABLE DEL LAVADERO   ERA UNA ADOLESCENTE. ASRA físicamente parecía mucho más a sus declarados  dieciocho años. Caprichosa no se cuidaba ni exigía condiciones laborales, a pesar que yo me peleaba con ella y por ella con patronal. Nadie movía un dedo para solucionarle el problema.
Tres veces fue internada por intoxicación su lugar de trabajo:  no tenía la ventilación adecuada.   
ASRA  era de las tantas que no ponían un mango en la familia. Todo se lo ganaba en pilchas y boliches



No hay comentarios: