jueves, 12 de julio de 2012

El matrimonio es un arduo trabajo.


Nadie puede dudar que el matrimonio no sea  un trabajo que se inicia cuando uno trata de conquistar a la que será su pareja. Después sigue la lucha para compatibilizar cuando llegan   los hijos.
Es dura la lucha para mantener la relación matrimonial y el equilibrio hogareño para que la casa no se convierta en  un infierno.

Yo convivo con la misma mujer hace medio siglo. Reconozco que no fue una tarea  fácil para ninguno de los dos.
En el balance final hay un reconocimiento al esfuerzo hecho por ambos.
Pienso que experiencias similares merecen un premio, una compensación monetaria y, en  casos especiales, una jubilación.

Aquellas parejas que llegaron a la edad de jubilarse y tienen todos los aportes hechos, el Ministerio de Bienestar Social le debe otorgar un premio en efectivo.

En caso que un empleador desaprensivo no ha asumido con las cargas sociales y el trabajador haya quedado en pampa y la vía cuando llegó su  jubileo  con  su  mismo conviviente,   será el Estado quien tendrá que pagarle una jubilación completa  a ese matrimonio por haber dado un ejemplo de sana convivencia, respeto por los cánones morales,  y  al no haber sembrado hijos por todos lados.

Estimular la estabilidad      matrimonial hará que tanto el hombre como la mujer sean cautos a la hora elegir a la persona con  la que van  a compartir el resto de sus vidas. Ninguno de los dos  se  dejará llevar por la calentura. El final es harto conocido.

Hace pocos días un expresidiario argentino pidió volver a la cárcel porque no soportaba a su mujer.
Si hubiese tenido un estimulo, se hubiese dado cuenta que la supuesta bruja, no es tan mala.

Las parejas longevas   han sabido lidiar con sus cosas, que no necesitaron ir al psicólogo para ordenar sus pensamientos, ni al médico para curarse las migrañas u otras pestes que producen las desavenencias matrimoniales.

Los hospitales públicos tendrán menos gastos, las obras sociales también y los hijos serán más sanos al no tener que verse repartidos entre padres o madres, cuando se separan o divorcian.

Si uno recorre las planas de todos los diarios del mundo verá  que los divorcios superan a los que viven en plena armonía.   
Y los hijos son testigos de largos  litigios por  el abominable reparto de bienes o por la manutención de los críos. 


Tanto el  hombre como la mujer  no  podrán casarse con un divorciado, si no quieren perder sus prebendas. Si lo podrán hacer con    alguien que haya  enviudado.

Disminuyendo los divorcios y/o separaciones, para el Estado será un ahorro dado que no tendrá que  asistir  a las mujeres abandonadas y a su prole.  

Los asistentes sociales podrán dedicarse a tareas mucho más útiles,  como reinsertar en la sociedad a los jóvenes que alguna vez supieron delinquir.

También se terminarán todos  esos  verseros que prometen la unión de parejas; los que dicen que pueden traer de vuelta a los que abandonan el hogar;  esos que en la radio y en la televisión aúllan: ¡Basta de sufrir!; y   los que tiran las cartas prometiendo una vida mejor. 

El hombre que decida ser infiel lo pensará dos veces. Claro: esto no va para los ricos acostumbrados a que todas sus canalladas las tapan con dinero.
Pero  las mujeres   se  cuidarán de  vivir una aventura porque si son descubiertas no tendrán posibilidades de jubilarse.
Y  las  secretarias no serán tan permisivas con sus jefes.

Se acabará esto de que una   mujer pase  muchas Navidades, y muy  pocas noches buenas.
Las cárceles ya no se llenarán de hombres y mujeres acusados de haber  asesinado a sus   parejas.

El hombre será más considerado con su esposa y la ayudará en los quehaceres domésticos para no enojarla y crear un clima de tensión familiar. Ambos deberán contemporizar para llegar a buen puerto.
Los curas no recibirán más fieles necesitados de  confesarse porque serán menores sus angustias y mucho menos sus pecados.

Los sacerdotes al quedarse sin trabajo pensarán en casarse, en dejar de vivir a costilla del Estado.
Muchas monjas encontraran al hombre de su vida en aquellos clérigos que dejaron los hábitos. Y también muchas  solteras no podrán decir que no hay hombres en el mundo.

Los abogados de familia solamente se dedicarán a apurar al Estado cuando se vuelva remolón a la hora de tener que premiar o jubilar   a los matrimonios felices.

En definitiva: el matrimonio en sus distintas maneras de concebirlo es un duro trabajo que merece mucho esfuerzo y consideración y   una jubilación, para que la vejez sea halagüeña para todos   aquellos que han sabido remarla   hasta el final de sus vidas.

Basta de considerar que un  matrimonio bien avenido es algo inusual. Es como decir que un hombre es bueno. Debe serlo siempre.

Ya no  habrá  libros basados  en romances  truncos;  en la

violencia doméstica y en las infidelidades.   Y las telenovelas perderán su  aureola trágica.

No es un pecado ser soltero. Pero no merece los beneficios del casado.   
 saulrabin@gmail.com


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