¡Cómo me
gustan la Historia y la Biografía!
Mientras
España busca una reparación histórica con los descendientes de los sefaradíes
castigados duramente por el demoníaco matrimonio monárquico, revalorizado por
una vergonzosa Iglesia Católica, hay quienes siguen en la Península disfrutando
de un antisemitismo con las puertas abiertas…
LA LEY QUE CONCEDE LA NACIONALIDAD ESPAÑOLA A
LOS SEFARDÍES,
a los descendientes de los judíos
hispano-portugueses que vivieron en la Península ibérica hasta 1492 una medida que busca más de cinco siglos
después reparar las consecuencias del traumático edicto de los Reyes Católicos que
obligó a salir del país a miles de judíos por negarse a la conversión al Cristianismo. La odisea vivida por este grupo de
españoles arrastró a mujeres, hombres y niños a lugares donde fueron
esclavizados, perseguidos y, en algunos casos, expulsados de nuevo a otros
territorios.
La expulsión de los judíos de España fue firmada por los Reyes Católicos el 31 de marzo de 1492 en Granada. Lejos de las críticas que siglos
después ha recibido en la historiografía extranjera, la cruel decisión fue
vista como un síntoma de modernidad y atrajo las felicitaciones de media
Europa. Incluso la Universidad de la Sorbona de París trasmitió a los Reyes Católicos su
satisfacción por una medida de aquella índole. La mayoría de los afectados por
el edicto eran, de hecho, descendientes de los expulsados siglos antes en Francia e
Inglaterra. Salvo en España, los grandes reinos europeos habían
acometido varias ráfagas de deportaciones desde el siglo XII. Así, el Rey Felipe Augusto de Francia ordenó
la confiscación de bienes y la expulsión de la población hebrea de su reino en
1182. Una medida que en el siglo XIV fue imitada otras cuatro veces (1306,
1321, 1322 y 1394) por distintos monarcas galos. No en vano, la primera
expulsión masiva la dictó Eduardo I de Inglaterra en 1290.
LAS
CONSECUENCIAS DE UN ÉXODO MODERNO. El edicto español de 1492
establecía que los judíos tenían un plazo de cuatro meses para abandonar el
país. Les estaba permitido llevarse bienes muebles, pero les
prohibía sacar oro, plata, monedas, armas y caballos, lo cual complicaba
mucho que los judíos españoles pudieran iniciar nuevos negocios en otros
territorios. El elevado volumen de refugiados tampoco ayudaba a que alguien
quisiera recibirlo con los brazos abiertos. En tiempos de los Reyes Católicos,
siempre según datos aproximados, los
judíos representaban el 5% de la población de sus reinos con cerca de 200.000
personas. De todos estos afectados por el edicto, 50.000 nunca llegaron a salir de la
península pues se convirtieron al
Cristianismo y una tercera parte regresó a los pocos meses alegando haber sido
bautizados en el extranjero. Y aunque algunos historiadores han llegado a
afirmar que solo se marcharon definitivamente 20.000 habitantes (el hispanista
británico John
Lynch lo eleva a entre 40.000 y
50.000), lo cierto es que la
persecución se prolongó durante todo el siglo XVI provocando un silencioso
goteo de salidas por parte de falsos conversos. Por lo pronto, regresaran o no,
al menos 150.000 se lanzaron a los caminos en 1492.
En previsión de posibles agresiones por parte
de la población cristiana, los Reyes
Católicos facilitaron a este grupo de españoles expulsados de su tierra un
documento de seguridad donde
se reclamaba respeto hacia ellos a las autoridades y al pueblo. Una medida que
no evitó la trágica estampa de miles de hombres, mujeres y niños cargando con
sus escasas pertenecías por los maltrechos caminos del periodo.
«No
había cristiano que no tuviese dolor de ellos. Iban por los caminos e
campos por donde iban con muchos trabajos y fortunas, unos cayendo, otros
levantando, unos muriendo, otros naciendo, otros enfermando», describió en sus
crónicas Andrés Bernáldez.
La mayoría tomó la
desafortunada decisión de dirigirse a los reinos cercanos de PORTUGAL Y NAVARRA, donde sufrieron otra vez el oprobio de nuevas expulsiones en
1497 y en 1498, respectivamente. Desde Portugal, un gran porcentaje se dirigió
al Norte de Europa, evitando la matanza de Lisboa en 1506 o las deportaciones masivas a Santo Tomé y Príncipe (en
el golfo de Guinea) reservadas para los judíos que omitieron las órdenes de la
Corona portuguesa. Los refugiados de Navarra se instalaron en Bayona en su
mayoría, donde también fueron expulsados poco después. Y los que decidieron
dirigirse a Italia gozaron de suerte dispar según el lugar elegido. En Nápoles, a punto de integrarse completamente a
la Corona de Aragón, su permiso de residencia fue muy limitado y, en 1541,
fueron desplazados definitivamente del territorio. Génova, que ya había prohibido el acceso a este grupo en el
pasado, procedió a vender como esclavos a los que accedieron sin permiso a su
república. Paradójicamente, los Estados Pontificios –donde se encontraba la sede de la
Iglesia católica– no tomaron el camino de la expulsión hasta finales del siglo
XVI.
Así y todo, la fortuna de los europeos fue
mejor que la de los que viajaron al norte de África. «En el Magreb, en particular Marruecos, muchos de ellos encontraron
la muerte en la travesía, o la esclavitud en los barcos de los moros, que les habían hecho creer que tendrían un viaje sin problemas»,
explica la historiadora Béatrice Leroy. Solo los que se
refugiaron en el Imperio otomano, acostumbrado
a sacar rédito de sus tratos con esta comunidad, pudieron gozar de cierta
estabilidad.
EL SULTÁN BAYACETO II permitió el establecimiento de los judíos en
todos los dominios de su imperio, enviando navíos de la flota otomana a los
puertos españoles y recibiendo a las figuras más ilustres personalmente. «Aquellos que les mandan pierden, yo gano»,
afirmó el sultán, según recoge la tradición, como reproche al error cometido
por los Reyes Católicos.
El odio inicial hacia
España de los sefardíes –llamados así en referencia al territorio de Sefarad, el nombre que recibe la Península ibérica en lengua
hebrea– dejó paso con el transcurso de los siglos a una especie de añoranza por
la amada tierra de sus ancestros. Todavía
hoy, España es sinónimo de nostalgia para la comunidad sefardí, que ha mantenido
vivos sus lazos con la cultura ibérica a través de sus costumbres y su lengua.
A modo de ejemplo, se pueden encontrar lugares, como algunas zonas de Bulgaria, donde aún
se habla el ladino, un idioma procedente del castellano medieval.
En la actualidad, la comunidad sefardí alcanza
más de dos millones de integrantes, la mayor parte de ellos residentes en Israel,
Francia, ARGENTINA, Estados Unidos y Canadá. Su presencia también es reseñable en los antiguos territorios
pertenecientes al Imperio español, donde se refugiaron tras la persecución
sufrida a manos de los nazis durante la II Guerra Mundial en busca precisamente de una cultura y
una lengua que aún les resultaban familiares.
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