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para quienes puede interesarle el tema…
El pequeño espacio que se disputan ÁRABES Y JUDÍOS se encuentra ubicado en un conflictivo lugar. Las crónicas más viejas documentan pulseadas entre Egipto al
sur y Mesopotamia al norte. Luego vinieron las sangrientas conquistas asirias,
babilonias, persas, griegas, romanas, árabes, cristianas, turcas e inglesas,
hasta llegar al día de hoy, en que se eterniza la confrontación entre pueblos
arraigados a esa tierra que, para respaldar sus derechos, se basan en sus
propias narrativas.
UN
CHISTE JUDÍO propone que los antiguos israelitas
marcharon de Egipto a Canaán por la tartamudez de Moisés. Dios le ordenó:
“Lleva mi pueblo a la Tierra Prometida, la tierra que mana leche y miel;
llévalo a Canadá”, y Moisés repitió a sus columnas con gran esfuerzo: “¡Vamos a
Can… can… na… án!”. Y allí los encajó.
EL VOCABLO PALESTINA NO EXISTÍA. No es mencionado ni una vez en la Biblia ni en ningún otro
documento de la antigüedad.
Los israelitas consiguieron unificar a las diversas tribus y
pueblos que habitaban entre el río Jordán y el Mediterráneo. David, mil
años antes de la era cristiana –había nacido en la aldea de Belén (Beth-léjem,
en hebreo, “casa del pan”)–, convirtió en su capital el vecino y estratégico
caserío jebuseo, ubicado a pocos kilómetros al norte; le impuso el nombre de Jerusalén (en hebreo, “ciudad de la paz”). Su hijo Salomón construyó allí el Templo.
Después se produjo una escisión entre los habitantes del norte y el sur del
pequeño país. El norte se llamó Reino de Israel y el sur, Reino de Judá.
LOS
ASIRIOS CONQUISTARON Y DESTRUYERON EL REINO DEL NORTE. Siglos después los babilonios hicieron lo mismo con el del
sur. Unas siete décadas más tarde el emperador Ciro, de Persia, auspició el
regreso a Jerusalém de los exiliados de Judá, quienes ya habían empezado a
cantarle salmos de exquisita inspiración:
Si me olvidara de ti, oh
Jerusalém,/ mi diestra se paralice/ y mi lengua se pegue al paladar.
Luego de la breve conquista helénica, los macabeos
recuperaron la independencia de Eretz Israel (Tierra de Israel), que duró hasta la conquista romana. Los
emperadores Vespasiano y Tito tuvieron que poner el pecho para frenar las sublevaciones
judías y arrasaron Jerusalém, el Templo y varias fortalezas. Pero la
resurrección de Judea era un problema que no lograban impedir. No olvidemos que
un agravio adicional a Jesús –herido con infinita crueldad y aparentemente
derrotado– fue instalar sobre la cruz una sigla elocuente: INRI (Jesús el Nazareno, Rey de los Judíos). ¡Vaya rey!, se burlaron los romanos mientras disputaban
sus despojos.
UN
SIGLO Y MEDIO DESPUÉS DE CRISTO SE PRODUJO OTRA IMPORTANTE SUBLEVACIÓN. Jerusalém
estaba en ruinas, el templo arrasado, las fortalezas de Herodion y Masada
hechas añicos. Un guerrero llamado Bar Kojbá reinició la lucha, enloqueció a varias legiones romanas y
consiguió una relativa independencia. Los romanos tuvieron que mandar la
desproporcionada cifra de ochenta mil hombres, al mando del famoso general
Julio Severo. Cuando consiguieron penetrar en la última fortaleza de Bar Kojba,
tras un prolongado sitio, lo encontraron muerto, pero enrollado por una
serpiente. El oficial romano exclamó: “Si no lo hubiese matado un dios, ningún
hombre lo habría conseguido”. Adriano era el emperador de turno.
En su libro Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar dedica muchas páginas a ese
levantamiento. El emperador lucubró cómo poner fin a las reivindicaciones de los
judíos por su querida Judea y su venerada Jerusalém. Primero les prohibió
visitar Jerusalén, convertida en una guarnición militar, y pronto cambió el
nombre a la ciudad por el de Aelia Capitolina. Al mismo tiempo, cambió la denominación de Judea o Israel por Palestina.
¡En ese momento apareció Palestina por primera vez! ¡Era el siglo II d. C.!
¿DE
DÓNDE SE OBTUVO EL VOCABLO? Fue otra ofensa romana. Palestina se escribía en latín Phalistinay hacía referencia a los filisteos, que la Biblia menciona
desde Josué hasta David. Significa “pueblo del mar”. Habían llegado desde
Creta, probablemente tras la implosión de la civilización minoica, y se
establecieron en la costa suroeste del territorio. Jamás lograron conquistar el
resto del país y terminaron integrados por completo en el reino de David. Nunca
más hubo filisteos ni grupo alguno que los reivindicase. Se convirtieron en
judíos. Quizás Einstein, Kafka, Marc Chagall, Ariel Sharón, Golda Meir y muchos
otros notables descienden de antiquísimos filisteos convertidos en judíos,
¿quién lo puede saber?
LA PALABRA PHALISTINA, además, no tuvo suerte. A ese territorio –que adquirió relevancia extraordinaria por
la Biblia, base del cristianismo y luego del Corán– los judíos lo siguieron
llamando Eretz Israel (tierra de Israel) y los cristianos Tierra Santa, y después los árabes lo bautizaron Siria Meridional. Los cristianos fundaron el efímero reino latino de
Jerusalén en la primera Cruzada, y durante el Imperio Otomano se convirtió en
una provincia irrelevante: el vilayato de Jerusalén. El país perdió brillo, se
despobló y secó.
Viajeros del siglo XIX como Pierre Loti y Mark Twain
testimonian en sus escritos que atravesaban largas distancias sin ver un solo
hombre.
Los
nacionalismos judío y árabe nacieron casi al mismo tiempo. El judío a fines del siglo XIX y el árabe a principios de
XX. Este último floreció en Siria, a cargo de pensadores y activistas
cristianos que recibieron influencias europeas. Los sirios acusaron a los
sionistas, es decir, a los nacionalistas judíos, ¡de haber inventado la palabra Palestina para quedarse con Siria Meridional! En realidad, ese nombre
había resucitado como una palabra neutra frente al desmoronamiento del Imperio
Turco.
(II)
LA PRESENCIA JUDÍA EN TIERRA SANTA FUE UNA
CONSTANTE ASOMBROSA. El alma judía añoraba año tras año,
siglo tras siglo, milenio tras milenio, la reconstrucción de Eretz Israel con
intenso fervor, parecido al que, mucho antes, había florecido junto a los
nostálgicos ríos de Babilonia. Nunca dejaron de repetir: “¡El año que viene en
Jerusalém!”. A fines del siglo XIX empezaron a llegar oleadas de inmigrantes
que se aplicaron a edificar el país con caminos, kibutzim, escuelas, institutos
técnicos y científicos, forestación obsesiva, universidades, teatros, naranjales,
una orquesta filarmónica, aparatos administrativos.
En 1870 fundaron en
Mikvé Israel la primera escuela agrícola de la región.
CUANDO
TERMINÓ LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL, Palestina
fue desprendida de Siria y quedó en manos del conquistador británico por
mandato de la Liga de Naciones. Quienes nacían en esa tierra eran palestinos, fuesen judíos o
árabes. Antes de la independencia, que volvió a recuperar la palabra Israel, los judíos se llamaban a
sí mismos palestinos. Y hablaban de “volver a Palestina”.
El actual Jerusalem Post se llamaba Palestine Post y la Filarmónica de Israel se llamada Filarmónica de Palestina. ¡Pero eran entidades judías!
Los antisemitas de Europa, toda América y Africa del norte
les gritaban: “¡Judíos, váyanse a Palestina!”. Palestina era reconocida como el hogar de los judíos
incluso por quienes los odiaban.
LOS ÁRABES TARDARON EN TOMAR CONCIENCIA DE SU
PROPIA IDENTIDAD NACIONAL. Al principio, hasta saludaron como beneficiosa la presencia
del sionismo, como lo atestigua el encuentro entre Jaim Weizman, presidente de
la Organización Sionista Mundial, y el rey Feisal de Irak.
Gran Bretaña, advertida de la compulsión judía por su
emancipación, cortó dos tercios de la Palestina que le habían adjudicado e INVENTÓ
EL REINO DE TRANSJORDANIA, donde instaló al hachemita Abdulá, hijo
del jerife de La Meca. Cometió el delito de quitar derechos a los judíos, que
reclamaban parte de ese territorio, y lo convirtió en el primer espacio Judenrein (limpio de judíos) antes del nazismo, porque no permitía que
allí se instalase judío alguno.
Tenebroso antecedente, desde luego. Pronto Gran Bretaña
advirtió que sus aliados en la zona eran los árabes, no los judíos, y creó la
Liga Árabe en 1945, para mantener su poder colonial. Olvidó que estaba allí para
favorecer la construcción de un Hogar Nacional para el pueblo judío, el único
que de forma permanente y con grandes sacrificios exigía la reconstrucción del
país que le había dado su gloria. Es cierto que algunos judíos preferían que
esa misión la cumpliese el Mesías y otros se volcaron a la causa de la
revolución comunista, pero el núcleo central se agrupó en torno al sionismo,
palabra que significaba –simple y elocuentemente– el renacimiento nacional y
social del pueblo que más agravios, persecuciones y matanzas había sufrido en
dos mil años.
DESPUÉS
DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL ARRECIÓ LA DEMANDA EMANCIPADORA JUDÍA. La potencia colonial llevó el caso a las Naciones
Unidas para provocar su condena. El tiro le salió al revés: las Naciones Unidas
votaron el fin del Mandato Británico y la partición de Palestina en dos
Estados, uno judío y otro árabe (no establecía que alguno se llamase Palestina, sino que eran parte de Palestina). Los judíos celebraron
la resolución, pero los países árabes en conjunto decidieron violarla sin
escrúpulos y barrer “todos los judíos al mar”, como lo atestiguan documentos de
la época.
El secretario general de la Liga Árabe amenazó con efectuar
matanzas que dejarían en ridículo las de Gengis Khan. La guerra, por lo tanto,
se presentaba como un hecho inminente. Y apuntaba a un nuevo genocidio, pocos años después del
Holocausto. No había pudor en seguir asesinando
judíos. Ni siquiera los que rechazaban semejante conducta propusieron una
condena rotunda y eficaz.
EL
FLAMANTE ESTADO DE ISRAEL (nombre que adoptó, basado en la
expresión hebrea Eretz Israel) no tenía armas –¿quién las vendería a un cadáver?– y debió
enfrentar a siete ejércitos enemigos con las uñas y los dientes. Fue una lucha desesperada. ¡Los israelíes no contaban con un solo tanque ni un solo
avión! La mayor parte de su armamento fue robado o arrancado a los británicos.
Numerosos combatientes eran espectros que acababan de arribar, luego de
sobrevivir en los campos de exterminio nazis. O triunfaban o morían. Fue la guerra
en que cayó la mayor cantidad de judíos. En algunos lugares recurrieron a estratagemas
para impulsar la rendición o la huida de sus enemigos, en otros atacaron sin
clemencia. Sabían qué les esperaba en caso de ser vencidos. Los árabes estaban
fragmentados entre quienes defendían sus tierras y quienes habían invadido y
luchaban sin convicción. Al cabo de varios meses, con treguas que eran
quebradas por alguno de los bandos, se llegó al armisticio y el trazado de
fronteras arbitrarias.
Como consecuencia de esa guerra desigual –iniciada por los
árabes–, aparecieron los refugiados árabes
y refugiados judíos. Estos últimos eran los ochocientos mil judíos expulsados de
casi todos los países árabes en venganza por la derrota. Los recibió Israel,
pese a sus dificultades iniciales, y los integró a la vida normal, pese a que
en ese tiempo y durante varios años debió sufrir un interminable bloqueo y
mantener un estricto racionamiento. Los seiscientos mil refugiados árabes, en
cambio, fueron encerrados por sus hermanos en campamentos, donde se los aisló y sometió a la pedagogía
del odio y el desquite.
Transjordania usurpó Cisjordania y Jerusalén Este, medida
que justificaba su cambio de nombre; a partir de 1949, en efecto, se empezó a
llamar Jordania (ambos lados del río Jordán); Egipto se quedó con la Franja
de Gaza. La ocupación árabe de esos territorios duró 19 años. En esas casi dos
décadas, ¡jamás se pensó ni reclamó crear un Estado árabe palestino
independiente compuesto por Cisjordania, Jerusalén Oriental y Gaza! Ningún
presidente, rey o emir árabe o musulmán visitó Jerusalén Oriental, convertida
en un vilorrio sucio e irrelevante. No se permitía que los judíos fuesen a
rezar al Muro de los Lamentos.
SÓLO
DESPUÉS DE LA GUERRA DE LOS SEIS DÍAS (conflagración que se produjo por la insistente provocación
árabe), se produjo la ocupación israelí de esos territorios y otros más (toda
la Península del Sinaí, los Altos del Golán y trocitos de Transjordania). Entonces la historia pegó un brinco. (Marcos Aguinis.)
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