Dios es la Energía
que produce un grupo de personas reunidas con idénticos propósitos, aunque
tengan distintos nombres.
Esta Energía
siempre cumple similar función: le sirve
al creyente para superar su ansiedad, su frustración, su
soledad y su miedo a morir.
En el recinto donde
se congregan los creyentes la Energía
cobra forma humana. Puede ser un cura, un
lamaísta, un pastor evangélico,
un rabino o un ulema musulmán, el que
consigue convencer al
practicante, que él es el representante de Dios en la Tierra.
Esta
caracterización se va ampliando a medida que aparecen nuevas ofertas
celestiales.
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En el Mundo no hay un
Dios que se resista al dinero.
En todos los cultos, la comunicación con el Más Allá tiene
su precio. Las diferencias
están en las tarifas.
Hay Iglesias que son muy modestas, sus gastos operativos son mínimos. Lo único
que les encarece es el sueldo del pastor.
MI NACIMIENTO FUE INOPORTUNO: llegué en el
año1941. Europa estaba en llamas. Los cuerpos de los
hebreos eran las teas que servían para que el fuego no se apagara.
Con el correr de los años supe que Mis Padres no lloraron de felicidad por mi
venida a este mundo, sino por los
familiares muertos durante la SGM.
Además, se sintieron descorazonados porque Dios
había vuelto a abandonar al pueblo hebreo.
Mis Padres no iban
a la sinagoga con la frecuencia que lo hacían otras familias que vivían en mi
pueblo.
Pagaban puntualmente la cuota social de la Unión Israelita, para mantener su actividad y no dar lugar a
que se pensara que Mi Familia se
había apartado de la colectividad.
Mis Padres celebraban tres festividades del
calendario judío: Año Nuevo-Rosh Hashaná: el Día del Perdón -Yom Kippur; y las
Pascuas—Pesaj.
A diferencia de Mi
Padre, que no le daba bola al asunto, Mi
Madre respetaba el Shabat, nuestro día
de descanso, que era cuando encendía
dos velas que colocaba en unos
candelabros que guardaba celosamente y era lo único que brillaba en nuestro caserón.
Mi Madre se cubría la cabeza con un
pañuelo multicolor, llenaba una copa de plata con vino dulce y lo bendecía
diciendo el kidush. Después, Mi Madre nos repartía, a Mis Dos Hermanos y a mí, trozos un pedazo de un pan trenzado, (jalá),de valor
simbólico que ella misma amasaba. Y de
esta manera poco ortodoxa daba por
finalizado el ritual.
Mi Madre, después de cenar, nos contaba historias de gente buena que Dios compensaba.
Nunca le creí: siempre terminamos siendo agredidos o asesinados por el
goi (el gentil.)
En Rosh Hashaná Mis Padres,
nos obligaban ir al shil (sinagoga). Era cuestión de no olvidar nuestros orígenes. Y
no por creer en Jehová.
Yo a buscar cómplices para mis correrías.
Para que Mi Padre no se disgustara
conmigo, de a ratos, iba y me sentaba a
su lado. Y él feliz me señalaba con el
dedo el texto que estaba leyendo.
Yo intentaba seguirlo con la vista pero enseguida me distraía. Y al
rato volvía a mis andadas con los otros gurises que estaban dispuestos a corretear.
Mi casa se conmocionaba en Rosh
Hashaná y Yom Kippur, con la llegada de la hermana y el cuñado de nuestro inquilino Jonás.
Jonás era de origen austriaco. Durante la PGM
había sido distinguido por su Gobierno
por la enorme valentía demostrada durante la contienda.
Cuando estalló la SGM, Austria le agradeció
los servicios prestados, enviando a su esposa y a sus dos hijos, a los campos de Mauthausen-Gusen
de donde no salieron con vida.
Jonás, pudo
escapar y esconderse en un wald cercano a Viena.
Su vida
dejó de tener sentido. Se iba suicidando lentamente tomando todo el día
café y fumando compulsivamente.
Recuerdo
sus mostachos que tenían el color de la nicotina.
Él dejó de ir a la sinagoga, desde el momento que Dios lo abandonó.
La hermana de Jonás y su marido,
vivían en la ciudad entrerriana de Feliciano. La comunidad era tan pequeña que
no justificaba la contratación de un jazán que se encargara de las ceremonias
religiosas. Por eso para las fiestas se venían a Concordia y la pasaban
con nosotros y sus dos hijos, aún
solteros, quienes trabajaban en
esta ciudad.
Entre
los años 1946 y finales de los
60’ en mi pueblo había una gran comunidad hebrea.
En Año Nuevo y en el Día del Perdón se notaba. Los
negocios permanecían cerrados y los
estudiantes estábamos autorizados a faltar
a clase.
En el siglo XXI
se habla mucho del bullyng (acoso escolar). A mitad del siglo XX yo lo
padecí.Mi primer nombre es JACOBO.
Cuando podía, decía que me llamaba
Saúl (mi segundo nombre.)
Mis compañeros de la Primaria me agobiaban desde el habitual “Jacoibo, hasta judío pija
recortada”. De vez en cuando renovaban
su repertorio.
Yo empecé mis estudios primarios cuando hacía tres años que había
finalizado la Segunda Guerra Mundial.
La muerte de seis millones de hebreos no tenía
ningún significado para mis compañeros
de clase. Ellos seguían batiendo parches sobre los mismos temas que sirvieron
de pretexto para la matanza de mi pueblo
en Europa.
Yo me sentía
como doblegado por esas imágenes que me llegaban a través de diarios y revistas, donde
los creyentes rezaban a un Dios
prófugo mientras eran enviados a los
campos de exterminio.
Nuestros vecinos
de Concordia se pasaban yendo a
misa. Había una solterona que buscaba en
la iglesia alguna imagen masculina que
le ayudara a imaginar otro tipo de vida, más cerca del cuerpo y no tan lejos de
los deseos.
En esa misma
casa vivía un matrimonio que tenía dos
hijos que cuando se embalaban me
regalaban a modo de saludo: “Chau judío de mierda.” Y Dios
no los castigaba.
En la Escuela Normal, donde cursé mis estudios
primarios, los alumnos católicos recibían clases de Religión. Era por un
arreglo que había hecho el presidente Perón
con la Iglesia Católica, por haberlo apoyado en su primera candidatura a la Presidencia de la
Nación.
Los hebreos salíamos del curso y nos encerrábamos en
una sala donde se suponía
recibiríamos clases de Moral,
algo que nunca sucedía.
Cuando volvíamos a clase nos encontrábamos con
nuestros compañeros transformados,
capaces de asesinarnos porque los curas les habían repetido la
cantilena de siempre: que
tanto mis ancestros, Mis Padres,
Mis Hermanos y yo, habíamos matado al Hijo de Dios.
Los argentinos de origen hebreo no siempre la pasaron bien
en esta tierra, crisol de razas.
LA JUDEOFOBIA
tuvo sus comienzos en la literatura. En la novela La Bolsa
publicada en 1891, a pesar que en la Argentina no había hebreos, su autor Julián Martel (José María Miró, n. 1867), nos culpaba de la crisis financiera que asolaba al
país.
Un detonante para la judeofobia fue el asesinato del jefe policial Ramón
Falcón cometido por un joven de origen hebreo de diecisiete años Simón
Radowitzky.
En 1919, durante la llamada Semana Trágica, el periodista idish Pedro Wald
(n.1886) fue detenido y acusado de tramar un “gobierno judío maximalista
(extremista) en la Argentina.”
Al salir de la cárcel después de soportar la tortura escribió la novela Koshmar (pesadilla.)
Wald relató alguno de los episodios ocurridos el 9
de enero 1919: “…salvajes eran las manifestaciones de los niños
bien que marchaban al grito de ‘!
Mueran los judíos; Muerte a los extranjeros y maximalistas!’
Refinados, sádicos, torturaban y programaban orgías… Detienen a un
judío y luego de los primeros golpes le comienza a brotar un chorro de sangre
de su boca; acto seguido le ordenan cantar el Himno Nacional. Como no lo sabe,
lo matan en el acto…
No seleccionan. Pegan y
asesinan a quienes encuentran…”
El día 10 del mismo mes de enero,
fueron asaltados los locales de las organizaciones
Avangard y Poalei Tzion y la Asociación Teatral Judía (IFT).
“Jinetes de la policía arrastraban a los viejos desnudos por las calles de Buenos Aires, les
tiraban de sus encanecidas barbas, y cuando ya no podían correr al ritmo de sus
caballos, sus pieles se desgarraban
raspando contra los adoquines, mientras los sables y látigos de los hombres de
a caballo golpeaban sus cuerpos…
En el Departamento Central de
Policía les pegaban espaciosamente.
En la Comisaría Séptima, los
soldados, vigilantes y jueces,
encerraron a los judíos en los baños, donde los torturadores tiraban en
forma salvaje de sus bocas, mientras la policía argentina y los soldados les
orinaban en la boca…”
El segundo testigo presencial
fue el médico y escritor político Juan Carulla (n.1888): “Oí que estaban
incendiando el barrio judío y hacia allí me dirigí. Al llegar a la Facultad de
Medicina, me tocó presenciar el primer pogromo en la Argentina.
En medio de la calle ardían piras formadas con libros… Se luchaba
dentro y fuera de los edificios…
Se acusaba a un comerciante judío de hacer propaganda comunista.”
El saldo en vidas de aquella Semana Trágica fue de ochocientos muertos y
cuatro mil heridos.
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