Mi vida
y sus infiernos…
Yo necesitaba trabajar…había mucho trabajo en
geriátricos, pero al principio me incliné por los cuidados domiciliares de
pacientes. Era una tarea ingrata teniendo en cuenta que uno sabía que cuando se
moría, uno tenía que volver a a esos
dadores, explotadores, de trabajo a domicilio, tipo MANPOWER. A la
empresa solo le interesaba el negocio,
que fuera bien redondo, ya que se
quedaba con la mayor tajada de lo que
pagaba la familia del asistido o en su defecto, la Seguridad Social. Por
supuesto que a empresa le importaba tener postulantes, no
se averiguaba sus antecedentes, podía ser un asesino serial o un cleptómano.
Mi primer paciente fue un hombre que padecía el MAL DE PARKINSON, trastorno
neurológico que se da principalmente en
personas de avanzada edad, y se
caracteriza por una lentitud
en los movimientos voluntarios,
debilidad y rigidez muscular y temblor rítmico de los miembros.
Yo iba solamente por cuatro horas en horario vespertino de domingo a jueves.
A
mi paciente lo liberaba de su silla de ruedas y lo ayudaba a caminar por el amplio
salón de su casa para que pudiera
desentumecer sus débiles piernas,
Le trataba de dar ánimo. Por momentos me daba la sensación que
me entendía.
A las siete de la tarde le daba la cena
y dos veces por semana lo bañaba.
El Hombre del Parkinson, en sus años
útiles, había sido un excelente carpintero. Ganaba muy bien y así fue como se
construyó la mansión que habitaba en una de las zonas más caras de Tel
Aviv.
El Hombre del Parkinson tenía lindas facciones. En cambio su esposa
era una petaca de mal carácter que
maltrataba a su marido, como si su intención fuera que se muriera
pronto. Quizá se estaba vengando
de algún acto de infidelidad que ella
no podía olvidar.
El Hombre del Parkinson estaba feliz
conmigo. Él me esperaba ansioso, se
le notaba en sus ojos cuando me veía
llegar.
Un día le tuve que parar el carro a La
Petaca porque empezó a exigirme cosas que no estaban incluidas en mi función
específica, sacar la ropa del lavarropa y conlgarla.
LE TOMÉ MÁS BRONCA CUANDO SUPE QUE ERA RUMANA.
Ya me tenían harto, los propios y ajenos. Se me habían amontonado en mi vida y
no sabía cómo sacármelos de encima.
EN ESA CASA VIVÍA
UN HIJO SOLTERÓN, gran consumidor de bebidas colas. Esto justificaba el tamaño de su panza. Había
estudiado de todo y recibido de nada. Cuando lo conocí practicaba la holgazanería.
El día que le dije al Hombre del Parkinson que no lo
iba a seguir atendiendo se puso a llorar. La noticia lo había agarrado
en un momento de plena lucidez.
Lo
que ganaba no me alcanzaba para nada. Mientras atendía a él, me anoté en otra
empresa como para tener la mañana ocupada.
Me dieron para atender a un enfermo
de Alzheimer en fase terminal .
Esta enfermedad produce una atrofia
cerebral difusa, asociada generalmente con demencia, que se presenta de
ordinario en la edad senil.
Me era duro verlo sufrir ¡Qué gran
solución fue para él la muerte!
Vaya suerte la mía: también esta
familia era rumana.
La
esposa del enfermo era una
reliquia de maldad. Me trataba como si yo fuera culpable que su esposo se
estuviera muriendo.
Una
nuera cada vez que lo venía a
visitar me elogiaba de lo bien que yo lo atendía. Más de una vez me preguntó cómo
hacía para soportar a la arpía de su suegra.
A mi paciente alcancé atenderlo un mes
y medio. Y partió.
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JAMES PARKINSON. Médico clínico, sociólogo, botánico, geólogo,
y paleontólogo británico (n. 1755). En
1817 describió la enfermedad que lleva su nombre.
Aloysius Alzheimer. Psiquiatra y neurólogo alemán (n. 1864). Identificó por primera vez los síntomas de la
enfermedad en una paciente que trató en
1901.
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ME FUI ACOSTUMBRANDO A ESE MUNDO INHÓSPITO
Yo sabía que los geriátricos siempre estaban necesitados
de personal. No era una tarea fácil, la
paga era mezquina y el recambio de personal permanente. La ventaja que no había que estar pendiente de la vida de un paciente, para poder cobrar el sueldo. En un
diario pesqué el aviso de un BEIT ABOT, que hacía un mes que se había inaugurado. Llamé por teléfono y la persona que me
atendió me dijo que me presentara al día siguiente. Me dio la dirección. Desde
Bat Yam, donde yo residía tenía unos
cuarenta y cinco minutos de ida.
EL GERIÁTRICO se hacía cargo de la seguridad social del trabajador y le pagaba el ochenta por
ciento del precio mensual del
boleto del colectivo y nada más.
Para tener un salario medianamente aceptable había que meter horas extras a lo pavote.
A mí se me asignó el segundo piso donde
estaban los pacientes que eran
lúcidos pero imposibilitados de caminar. Los movilizábamos en sus sillas de ruedas.
EL GERIÁTRICO LA
HUMILLACIÓN, era un edificio de tres pisos. Estaba ubicado en el corazón de una comunidad religiosa En cada habitación había más camas de las permitidas por el Ministerio de Salud. El
dueño sabía cómo infringir las leyes.
En cada piso había una pequeña cocina donde se preparaba el té, el café con leche y los jugos. Y en la
heladera se guardaban las gelatinas que se servían a media mañana y después
de la siesta.
LOS ASISTENTES DEBÍAMOS LAVAR
LAS VAJILLAS. Los platos, las tazas, los vasos y los
cubiertos estaban separados entre
aquellos que eran utilizados para los alimentos lácteos de
los cárnicos. Se debían conservar aspectos básicos de la religión
judaica.
La cocina donde se elaboraban los
alimentos estaba en el subsuelo. Era
moderna, toda de acero inoxidable. La cocinera era una israelí y sus ayudantes eran jóvenes árabes
israelíes, muchos de ellos laburaban para luego ir a los boliches bailables de
Tel Aviv.
LOS
ALIMENTOS ERAN TRANSPORTADOS a
los pisos en unos carros eléctricos
utilizando uno de los dos
ascensores que tenía el edificio. Las
ollas térmicas estaban metidas en una fuente de agua caliente para que los
comensales recibieran la comida a una
temperatura ideal.
Al principio la comida tenía
calidad y cantidad. Después, no fue ni una cosa ni la otra. La gente se quedaba con hambre. Los
familiares no podían hacer nada para mejorar la situación. La patronal no los
escuchaba. Y el único camino que les
quedaba era llevarlos a otro geriátrico. Había
peores lugares que La Humillación.
Casi todos los geriátricos tenían sus plazas
cubiertas. Cama que se desocupaba había otro cuerpo que se acostaba.
EL DUEÑO DE LA HUMILLACIÓN era un tipo joven, descendiente de iraquíes.
Se hizo rico cuando se ganó la lotería—
el Mifal a Pais. Su padre, que era
maestro mayor de obras, le construyó el
edificio.
No necesité mucho tiempo para darme
cuenta que el iraquí era un mal bicho, un falso consagrado. Todas las mañanas
rezaba en su oficina. Dejaba la puerta entreabierta para que todos los
asistentes viéramos cómo se reconciliaba con Dios, para que no
lo castigara por explotar al personal,
por mezquinarles la comida a los abuelos
y por mentirles a los familiares
sobre las bondades del lugar.
Cuando se inauguró el geriátrico tenía
salas de hidromasajes. A la
semana las quitaron para transformarlas
en dormitorios. Privaba la rentabilidad
por sobre el confort. Hasta se llegó al
extremo de convertir los refugios en
habitaciones, cuando debían permanecer desocupados y acondicionados en caso de una confrontación bélica.
EL DUEÑO DE LA HUMILLACIÓN tenía untado a algunos de
los inspectores del Ministerio de Salud, quienes le avisaban cuando iba
a producirse una inspección.
Entonces el personal se encargaba de poner la casa en orden: las camas que
estaban demás las escondíamos en un
depósito; se modificaba la planilla
del personal aumentando
su número para que se ajustara a lo
exigido por ley. En la lista de los trabajadores figuraban los que
habían renunciado y algunos que nunca habían
estado con nosotros.
No sé de dónde sacaban esos nombres y sus documentos
respectivos. La maniobra tenía un gran
parecido a los padrones electorales argentinos.
En el turno matutino éramos cuatro los asistentes por piso. Dos en cada
ala. De tarde podían ser tres, a veces dos; y de noche uno y una enfermera para todos los pisos.
Yo cumplía el horario de seis a catorce. En mi
grupo había una israelí y el resto eran
filipinos, todos ellos buena gente. A los asiáticos yo les hablaba en inglés.
RAQUEL, mi compañera era descendiente
de sefaradíes. Era una flaca escopeta: la comían los
nervios. Se bajaba dos atados de
Time por día. Había enviudado siendo muy joven. Su marido fue
atropellado por un auto cuando cruzaba la calle.
Tenía un hijo que a
los dieciséis años ya gozaba de
un vasto prontuario por gresca y hurto. Más de una vez en plena madrugada tuvo que ir a sacarlo de la comisaría. El pibe no estudiaba y tampoco trabajaba. La pobre madre le bancaba la
vagancia.
Raquel se había echado un amante. Era un empleado jerárquico de la empresa láctea
Tnuva, propiedad de la CGT.
Un día ella lo despachó cansada de
garchar en la clandestinidad y de
las falsas promesas que largaría su mujer.
Raquel era veterana trabajando en
geriátricos. Me fue de mucha ayuda.
Todas las mañanas me esperaba
en la parada del colectivo donde yo descendía para tomar la combinación que nos dejaba en la puerta del laburo.
Fuimos un buen tándem, y mejores amigos.
EN
LA HUMILLACIÓN no había
estabilidad laboral. Continuamente se renovaban los planteles. El patrón prefería echar a un determinado
número de trabajadores y después volverlos
a tomar y en caso de despido no
indemnizarlos.
Pedir un aumento era un imposible.
En un principio cualquier trabajador
podía almorzar. Después se dijo que podían hacerlo aquellos que cumplían doble
turno. La comida no siempre alcanzaba: había que conformarse con las sobras.
Yo me
podía jactar de ser distinto al resto de los asistentes, si me guiaba
por los regalos que me hacían los familiares de la gente que yo atendía. Esto
terminó molestando al Encargado del Personal, un tipo delirante, que vivió un
tiempo en el Brasil y que terminó con una úlcera sangrante, quien
un buen día decidió pasearme por
los otros pisos.
A
los gerontes no los bañábamos todos los días. Con la práctica íbamos
seleccionando aquellos que veíamos que apestaban a orina o que se habían cagado
hasta la coronilla. Para trasladarlos
hasta las duchas utilizábamos unas
sillas plásticas. El asiento era hueco en su parte central. Y había una bacinilla para que
las deposiciones cayeran en su interior
mientras los lavábamos.
Los asistentes no teníamos una ropa adecuada para entrar a las
duchas. Por más que yo me cuidaba
salía empapado. Un hongo me
afectó el dedo gordo del pie derecho. Casi pierdo la uña.
A todos los pacientes les
poníamos pantalones, lo que nos
facilitaba a la hora de tenerlos que movilizar. Sin embargo, había familias religiosas
querían que sus mujeres solamente
se vistieran con polleras. El problema que había algunas
que eran muy gordas y difíciles de sostener.
Más de una se nos cayeron al piso. O nos ayudábamos entre nosotros, o
se utilizaba una especie de guinche portátil…
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Trabajé en un geriátrico marplatense, y
vi como jóvenes criaturas dejaban el laburo, por haberse roto las espaldas, al
tener que movilizar a los internos arrastrándolos con sillas comunes..
No había sillas de ruedas…una
brutalidad inimaginable, pero real.
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Yo tenía una buena relación con todos
los trabajadores. Siempre estaba
dispuesto a ayudar, especialmente a las chicas árabes israelíes, porque los varones de su comunidad se aprovechaban
de ellas, recargándolas de tareas, mientras ellos se rascaban.
Por supuesto que la patronal los
protegía, no supe el motivo.
LAS FILIPINAS venían a trabajar
a Israel para poder ayudar a sus familias. Lo poco que ganaban en el
geriátrico era una fortuna en su país.
Muchas de ellas se enteraban que sus maridos le habían
dilapidado todo en tragos y juergas.
Sus historias eran parecidas a al de aquella
prostituta mendocino, que se fue
a Curazao para mejorar la situación económica y su cafiolo, en vez de ahorrar
el dinero que ella le enviaba, se lo tiró
en una joven estrellita de teatro.
Yo tenía muchas amigas árabes israelíes no solamente se habían
encariñado conmigo sino que me contaban sus cuitas. Una de ellas, estudiante de
Sociología en la universidad de Tel Aviv, antes que yo me fuera del geriátrico me regaló un libro del escritor de origen
húngaro Efraím Kishón, (n. 1928.)
LA RESPONSABLE DEL LAVADERO ERA UNA ADOLESCENTE. ASRA físicamente
parecía mucho más a sus declarados
dieciocho años. Caprichosa no se cuidaba ni exigía condiciones
laborales, a pesar que yo me peleaba con ella y por ella con patronal. Nadie
movía un dedo para solucionarle el problema.
Tres
veces fue internada por intoxicación su
lugar de trabajo: no tenía la
ventilación adecuada.
ASRA era de las
tantas que no ponían un mango en la familia. Todo se lo ganaba en pilchas y
boliches
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